sábado, enero 18, 2014

Tal vez una cierta simpleza nos permitía varias cosas que hoy me parecen imposibles, Dr.; por ejemplo, comprar una sopaipilla en el puente Pío Nono y comerla mirando cómo el chorrito de agua del Mapocho intentaba penosamente mover una hoja de Plátano Oriental, reseca bajo la luz de la venenosa luna. Sé qué dirá, Doctor, y es cierto; acaso atribuyo a la simpleza más de lo que corresponde. Sí, Doctor: el alcohol; ah qué tiempos aquéllos. Pero el alcohol es un simplificador del hombre; nos toma de la mano y nos lleva desde las capas superiores de la neocorteza en un viaje por los siete círculos del cerebro hasta el tronco encefálico y a veces, sin retorno, más allá. Aquel día varios litros de cerveza Escudo nos lastraban el vuelo. Escudo vendida en la unidad pura de un litro, en vasos plásticos relavados, reciclados para ahorrar quién sabe cuánto, ¿CLP$ 25?

Sentado en un oscuro escaño del Parque Forestal entrevisté a un posible ex-boxeador amateur. La nariz le prestaba credibilidad a la historia del hombre, pero era también la nariz del mendigo. Ay qué fácil es patear en el suelo a un hombre cubierto de harapos y cartones; el mendigo es un boxeador enfrentado al juego de piernas, al boxeo de sombras, a la fatal derecha imprevisible de la Vida. Su sensibilidad se ofendió, Marinakis, pero corrían los tiempos de los primeros realities televisivos y la psique de este humilde poeta, proletario y bohemio, es débil. 

Acaso fue esa molestia la que le impidió luego, cuando en el bus amarillo el turco me insultaba, prestarme su apoyo, aunque fuese como mera presencia física junto a mi humanidad amenazada. No lo culpo, Doctor. Bueno, sí, sí lo culpo, lo culpo mucho, esteta miserable. ¿Acaso quiso ver el diseño de mi nariz igualado al del boxeador? Acopiando coraje le dije al turco que le vendría mejor dedicarse a buscar a un varón norteamericano para hacerle una felación y luego de un confuso episodio que el alcohol lavó irreparablemente el turco desapareció del bus y fue entonces nuestro turno de descender a las calles de La Reina.   

Despechado, le arrojé entonces el libro de Teillier que me había regalado, aquella antología que incluye el poema Despedida (me pareció apropiado y en línea con mi agravio hacia usted que lo incluyera). 

Le escribo para notificarle que hoy repuse ese librillo. 


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