sábado, mayo 30, 2009

El Bar

I

El doctor hizo una pausa reflexiva y dio un breve sorbo a su caña de pipeño. Galindo encendió un cigarro. K. se bebió el resto de su caña y alzó la mano para llamar al mozo. El gordo maestro de cocina flanqueó el mostrador, caminó bamboleante hacia la mesa, se detuvo junto a K. y alargó su cuello sudoroso. K. indicó en silencio su caña vacía de pipeño, el doctor emergió del abismo de su reflexión y de un largo trago se bebió el pipeño restante en su caña, Galindo exhaló humo formando dos perfectas argollas y, a pesar de que su caña estaba casi llena, siguió el ejemplo del doctor.

-¡Me parece, caramba! ¡Si tomamos, tomamos parejo!- dijo el doctor-. Tres más de las mismas, amigo.

El Bar A. es un bar angosto, casi un pasillo, flanqueado por sucias paredes verde agua, que se alarga imprevisiblemente hasta un lugar de sombras y formas imprecisas. De esas sombras emergieron tres personas y caminaron hasta sentarse a la mesa contigua: dos hombres, uno viejo, cercano a la setentena, y un cuarentón malcarado a cuyo brazo se aferraba una mujer de caminar vacilante. Cada uno traía su vaso de cerveza, y acunada en el antebrazo del viejo, cual tierno recién nacido, venía la botella a medio beber.

Recortado contra la pálida luz que arrojaba un tubo fluorescente, el viejo se veía enorme. Los mechones grises que cubrían su gran cabeza raleaban a los lados de la frente y del irregular bigote entrecano colgaba una gota de cerveza. La mujer evidentemente había sido muy atractiva -así lo indicaban sus labios, sus pómulos, su mirada, sus movimientos, el modo en que acercaba su rostro al del cuarentón. Pero el tiempo es implacable y no hay fémina turgente que se le resista. Ahora, a diez o quince años de los días culmines de su belleza, las carnes de la mujer se habían desconfigurado para siempre, su talle se había duplicado sin remedio. Ahora la mujer caminaba tambaleante entre las mesas de un bar poblado de hombres, sometida al mareo etílico y acaso a la brutalidad del cuarentón feo, que de haberla conocido hace una década, jamás hubiera soñado poder hacerla suya, sujetándose de su brazo enfundado en ajado cuero negro, obligando, con su caminar tambaleante, al codo del viejo a sumergirse rítmicamente en una de sus enormes tetas, cuyo tamaño, de seguro antes perfecto, admirable, se había también duplicado.

Se sentaron a la mesa.

-Y ustedes ¿con qué frecuencia se pegan un round en el ring de cuatro perillas?- dijo el viejo emplazando la botella en el centro de la mesa.

-¿Cómo?

-¿Cada cuánto hacen el amor?- precisó el viejo.

-¡No sea metiche!- exclamó la mujer.

El viejo desistió de su inquisición, pero aparentemente sólo con el fin de reformular su estrategia. Repartió el resto de la botella.

-No hay nada más rico que pegarse un polvito-y ahora la voz, una voz por lo demás lasciva y arrastrada, vibraba con una extraña nota de solemnidad. El veterano bajó la vista y, alzando la mano, gritó:

-¡Amiiigooou! ¡Tráigase los refuerzos que estamos secos!

Un tipo alto y flaco, cuyo rostro exhibía una abultada nariz colorada y un cigarro a medio consumir entre sus semiabiertos labios entintados, pasó por el pasillo hacia el fondo del bar, cargando sobre uno de sus hombros una java llena de botellas de cerveza vacías. El viejo volvió a hablar:

-Un hombre necesita pegarse su polvito lo más seguido posible. Antes a mi vieja yo no le daba tregua, pero ahora se me ha puesto harto esquiva. ¿Y qué le va a hacer uno? No voy a obligarla sólo porque yo ando como toro. Además la vieja ya está harto vieja y yo ando con energías de sobra. Ojalá encuentre una más jovencita pa' echarla a la pelea.

El viejo se bajó al seco su vaso de cerveza. El hombre y la mujer sonreían.

-Oiga, pero usted ya no está para esos trotes-dijo sonriendo el cuarentón.

-¡Harto viejito que está!- dijo la mujer.

-¡Baaah! ¡Ni se imaginan ustedes! A mis sesenta y cinco años ando como toro. Con decirle que hasta arañazos en la espalda me llevé el otro día.

-No me diga- dijo irónicamente el cuarentón.

-Pero claaarooo que sí- dijo el viejo acopiando fuerzas para parecer seguro de sí mismo.

Fracasó miserablemente y se instaló el silencio. La mujer sonrió y luego empinó su vaso de cerveza y comenzó a beber lentamente mirando su contenido. Su boca jugaba con el vaso y el líquido. El viejo buscó en el bolsillo de su camisa una cajetilla de cigarros. El cuarentón anunció que iba al baño, se puso pesadamente de pie y caminó hacia el fondo del bar. El viejo encendió un cigarro, exhaló el humo, dejó el cigarro en el cenicero, se sirvió lo que quedaba de cerveza, y en ella hundió largamente el bigote: lo retiró; se relamió; un brillo indefinible recorría sus pupilas amarillentas.

-Mire, mijita, yo la puedo hacer feliz. Véngase conmigo, ¿ya?

La mujer rió.

-Mire, ni se imagina la herramienta que tengo.

Llegó el cuarentón. Sonreía. Besó a la mujer en el cuello, caminó hacia la caja y pagó.

-Ya, pues, mijita- insistió el viejo en un perentorio susurro.

-¡Oiga, tata! Déjese de inventarse cosas, ¿ya? Déjese de tomar y váyase para la casa.

El cuarentón volvió a la mesa; la mujer se puso de pie; el viejo trató de hacer lo mismo, pero no pudo a causa del vino.

-Un gusto, amigo- dijo el cuarentón.

-Pórtese bien- dijo la mujer

El viejo miró al cuarentón.

-Cuídesela-le dijo.

La pareja cruzó las puertas abatibles que flanqueaban la entrada al bar, y se perdió en la niebla de la noche.

Dijo Galindo, golpeando la mesa:

-¡Ya, pues! Si vamos a tomar, ¡tomamos!

Las manos ya se alargaban hacia las altas cañas de pipeño, y acaso ya se formulaba en la mente del doctor un brindis solemne y en la de Galindo algún verso, pero antes el viejo, que les daba la espalda, giró hacia ellos, y sus ojos estaban llenos de lágrimas.

El maestro de cocina pasó junto a ellos cargando un sándwich de pernil y una cerveza Escudo de tres cuartos: se detuvo algunas mesas más allá y depositó bebida y alimento frente a un joven de rostro adusto, cuyas facciones extrañamente recordaban a las de una madonna renacentista. Tenía dos libros sobre la mesa.

-¿Por qué llora, tío?

El viejo sollozó en silencio.

-Oiga, tío, tranquilo. Venga a sentarse con nosotros.

El viejo se puso trabajosamente de pie y se sentó entre K. y el doctor. Apoyó el antebrazo sobre la mesa y apoyo sobre él la frente. Su espalda se sacudió media docena de veces.

-Tío, tranquilo. ¿Qué le pasa?... ¿Por qué llora?- dijo K. dándole suaves golpecitos en la espalda.

El viejo enderezó el tronco y el cuello, giró y alargó la mano hasta alcanzar su vaso de cerveza, que había quedado sobre la otra mesa. Lo alcanzó a duras penas y aún sollozando, sorbió la cerveza y luego clavó sus ojos llorosos en K. Dijo, respirándole en la cara:

-¡Por ustedes lloro, hijos míos! ¡Por ustedes, que se pierden en el trago! ¡Que olvidan al Señor! ¡Al Señor! ¡Al Señor! ¡Aleluya, Aleluya! ¡Perdónales, porque no saben lo que hacen! ¡No pierdan sus vidas en el trago, hijos míos! ¡No temas que yo te he rescatado, dice el Señor! ¡Te he llamado por tu nombre, dice el Señor! ¡Llevo tu nombre tatuado en la palma de Mi mano, dice el Señor! ¡Y ustedes...! ¡Y ustedes, carajo...! ¡Mieeerda!

El viejo bebió de su vaso, se calmó un poco y continuó:

-¡Ustedes son malos y pecadores! Sólo quieren tomar y quedar botados meando en la calle, no siguen los senderos del Espíritu, se pierden en los callejones de Satán.

Con los ojos anegados de lágrimas, el viejo prodigó referencias bíblicas y puso al tanto a los tres contertulios, a grandes rasgos pero con precisión, del plan de salvación que el Señor había diseñado especialmente para ellos y para el que quisiera. Asumiremos que ustedes también han sido puestos al tanto de dicho plan, y no abundaremos en descripciones inútiles. Por lo demás, los contertulios escucharon y bebieron en silencio. Galindo parecía estar reflexionando; su mano de amasandero de pizzas recorría su vasta barba ensortijada. Finalmente habló:

-Caminaba Moisés por un callejón y detrás de Él venía el Señor su Dios, y mientras hallábase así Moisés, caminando a pasos cortos, cavilando acerca de su tenaz tartamudez, oyó la voz de un ángel y, ¿quién sabe?, acaso también lo vio, y el ángel le informó a Moisés que con algunos metros de rezago tras de él caminaba el señor su Dios, y entonces, entre dos enormes contenedores de basura, en ese callejón oscuro y sucio y húmedo, Moisés escondióse para conocer el Rostro de su Creador. Pero cuando Dios pasaba frente al escondrijo de Moisés, tapó el hueco entre los dos contenedores con sus enormes y aladas manos luminosas; y esa noche, Moisés no pudo ver del Señor más que la palma de Su mano, la misma en la cual estaba tatuado su nombre.

El poeta hizo una pausa y encendió un cigarro. Un delgado hilo de humo subió entre sus ojos negros. El silencio dejó oír la respiración trabajosa del viejo.

-Dígame, señor -continuó el poeta Rafael Galindo dirigiéndose al viejo-, ¿no cree usted que el gesto es elocuente?

La mandíbula del viejo se movió horizontalmente, como si tratara de encarrillarla o destapar sus oídos, y luego verticalmente, como si mascara un grueso trozo de bistec; sus ojos mostraban aún los signos de cierta inercia del llanto desconsolado. Galindo fumaba y miraba inquisitivo. Una gran argolla gris pasó entre los hombros del viejo y del doctor.

-El ademán de Dios es elocuente- dijo finalmente Galindo-: ¡Dios se oculta, pero desea mostrarle al hombre el hombre! - y agregó elevando su caña a la altura de los ojos:

-¡Entonces, pues, ahorrémosle al Señor el trabajo de ocultarse y dediquémonos con fervor a lo mundano!- y bebió un largo sorbo.

De las abundantes lágrimas del viejo ahora no quedaba más que un exceso de humedad en los globos oculares. El llanto había logrado dulcificar un poco al viejo, pero ahora su rostro había cambiado; en particular su mandíbula: el veterano parecía estar apretando los dientes con fuerza, y volvía a asomarse a su mirada una brillosa malicia. La enorme y peluda cabeza de Galindo flotaba en el verde agua de la pared.

Dijo el viejo con vibrante voz endurecida:

-¡Ay de aquellos desprecian la Palabra de Dios! ¡No habrá para ellos más que fuego y sangre y rechinar de dientes! ¡Pendejos insolentes de mierda!

La rabia estiraba y soltaba las cuerdas vocales del viejo, la tensión de los músculos de sus carrillos hacían temer que uno de los maxilares se trisara, que en cualquier momento saltara un diente o las encías comenzaran a sangrar. Galindo, súbitamente indolente, se refugió del fulgor bíblico del viejo contemplando la concha de loco que servía de cenicero.

-Tranquilo, tío- dijo el doctor.

K. bebió y se puso de pie. El viejo bebió con furia y murmuró:

-El Señor está conmigo como un poderoso guerrero.

-Tranquilo, tío- insistió el doctor.- Aquí nadie quiere ofenderlo- y acabó de un viaje su caña.

El viejo quiso ponerse de pie. Amablemente, el doctor lo sujetó de las axilas, lo puso de pie, y lo soltó sólo cuando hubo comprobado la estabilidad del viejo, que gruñó y se alejó oscilando rumbo al baño.

-Está vez tardó bastante menos en ponerse blasfemo, amigo poeta. ¿Estaremos bebiendo demasiado rápido?

1 comentario:

Chuliperti dijo...

Faltó mencionar que la ebriedad hizo que el viejo y el trío de jovenzuelos olvidaran la rencilla y comenzaran a hablar apasionadamente sobre la apologética de San Agustín con respecto al mentado pasaje de la cura de los enfermos en Lucas, III. Luego de eso, el viejo confesó que andaba recién pagado, asomando un turro de billetes en su bolsillo, y que los iba a invitar a los tres a las putas del Jaque Mate, en Plaza Italia. Una vez finalizada la décimo sexta cerveza, tomaron un taxi. No hay registros (en la memoria de ellos ni en la de nadie más) acerca de lo que ocurre de ahí en adelante esa noche.